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Una entrevista con Carlos Vidales ( II )

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También se perdió Dimensiones de la patria, «sonetos de la violencia, del exilio, de la añoranza de la patria natal», según tus palabras. ¿Cuál es tu reflexión actual respecto a la violencia vivida en Colombia?

Creo que la violencia social se exacerbó en Colombia y se volvió crónica, como un eterno cáncer, desde el mismo día en que los «padres de la patria» (a quienes millones idolatran) lograron consolidar la república oligárquica a costa del hambre, la pobreza, la discriminación y la marginación de la inmensa mayoría del pueblo. Pueden decirme lo que quieran y pueden meterme a la cárcel o matarme, pero digo que no hay paz con hambre, no hay paz con injusticia social, no hay paz con marginaciones y desplazamientos, y no hay paz con la adoración servil a los «próceres» que construyeron esta sociedad infame, despreciable, egoísta e injusta. No se hizo «a pesar» de ellos. Ellos la hicieron.
Precisamente otro «padre de la patria», como dices irónicamente, es Laureano Gómez, quien persiguió bajo su mandato a tu padre obligándolo a dejar su puesto en la Universidad Nacional…
Mi padre y Laureano se o-diaban políticamente, pero había entre ellos una indudable admiración intelectual de enemigos. No fue Laureano quien echó a mi padre de la Universidad Nacional, sino el presidente designado, por enfermedad de Laureano, Roberto Ur-daneta Arbeláez. Recuerdo que una vez, en pleno gobierno laureanista, un a-lumno de mi padre quiso hacer su trabajo final modelando un busto de Laureano. Mi padre le aceptó el proyecto y lo calificó muy bien, pues ese joven godo tenía gran talento como escultor. Laureano lo supo y le comentó al autor del busto: «Es una lástima que un hombre tan admirable como Vidales tenga ideas tan detestables». Mi padre, por su parte, siempre llamaba a Laureano «el Monstruo», no solamente por su desmesura, por sus pasiones y sus odios, por las canalladas que era capaz de cometer, sino también por su monstruosa capacidad intelectual.
Pasando a otro tema, sabemos que la recepción de Suenan timbres estuvo dividida. Cuéntanos un poco sobre esa diferencia de criterios respecto al libro y el modo en que lo concibió tu padre.
Los bogotanos se dividieron en dos bandos cuando apareció Suenan timbres, en 1926. Mi padre lo ha recordado en varios textos: «Las trompadas menudeaban y es posible decir que me di de sopapos con medio Bogotá; el otro medio estaba en palco, hasta la cintura, haciendo votos para que me volvieran cisco. Ya desde el año 22, cuando irrumpí en El Espectador de don Luis Cano, con la magnífica presentación de Tejada, mis hermanas eran motivo de insultos en la calle y llegaban a mi casa llorando por mi sacratísima culpa. Hasta el año 24, cuando también El Tiempo me acogió en sus Lecturas Dominicales, la tempestad no hizo más que arreciar. Un día «el Mono» Lemos Guzmán, con quien hoy me liga amistad y admiración mutuas, se trenzó a puñetes conmigo ante la vista de don Luis Cano, quien sonreía desde el balcón de El Espectador».
Mi padre cuenta también lo siguiente: «Recuerdo que en aquella ocasión, camino de la Librería Colombiana, al desembocar a la plazuela de Las Nieves, muy campante por estar ‘estrenando libro’, vi que Augusto Ramírez Moreno venía por la carrera octava y al otearme, como a media cuadra de distancia, abrió los brazos y así se vino hasta encontrar mi pobre humanidad y estrecharla fuertemente, diciendo: ‘¡Qué éxito! ¡Qué éxito! ¡La ciudad está paralizada por tu libro! Vengo del Rivière, donde acaba de ocurrir una batalla campal por Suenan timbres’. Yo le repliqué: ‘¿Una batalla? ¿Entonces ello quiere decir que hay quienes defienden a Suenan timbres?’. ‘No, hombre, no’, me aclaró. ‘Lo que pasa es que un grupo dice que tu libro es malo por unos motivos y otros sustentan que es pésimo por otros completamente diferentes. Y como no se pusieran de acuerdo, se armó la de Dios es Cristo y se pusieron de ruana las mesas y los asientos’».
Suenan timbres se gestó entre 1922 y 1926, como un desafío contra un medio hostil, mojigato, acartonado y mezquino. Si alguna vez le faltó ánimo a mi padre (que lo dudo), ahí estaban sus amigos Luis Tejada y Ricardo Rendón para infundirle bravura. Y ese medio Bogotá que había tomado palco para ver cómo masacraban a un jovenzuelo irreverente comenzó a aplaudirlo después del tercer round, porque nada gusta tanto al honorable público como el Chaplin apaleado que se levanta y devuelve los golpes con humor y acrobacia. Cuando mi padre contaba estas cosas en la intimidad del hogar, mi madre ponía cara de tragedia y yo me desternillaba de la risa.
¿Qué otros trabajos consideraba tu papá que merecían ser tenidos en cuenta por los lectores y la crítica?
El público lector no pasó por alto las breves crónicas, los minicuentos, los haikús y las «Islas», de 1923, de las cuales algunas fueron incluidas en Suenan timbres. Entre los papeles de mi padre hay muchos cuentos breves o fragmentos de ellos, y él siempre decía que le habría gustado publicarlos en un pequeño volumen, aunque casi todos vieron la luz en periódicos de Bogotá o de provincias en la década de 1920.
En su libro La minificción en Colombia, el profesor Henry González considera a tu padre como el fundador de este género en el país, y estudia especialmente la colección «Estampillas». ¿Qué opinas respecto a esta novedosa lectura?
Me parece interesante, una perspectiva digna de considerar. Sin embargo, creo que hay que buscar más en los procesos precursores, formativos, en la embriología del género. Hay algún poema de doña Josefa Acevedo de Gómez que tiene rasgos embrionarios de mini-ficción. Los géneros se van formando inconscientemente en la pluma de múltiples autores, antes de que alguien los presente ya formados. Esta es una idea que me ha sido sugerida por la lectura de la antología de poemas en prosa Párrafos de aire. Creo que las nuevas generaciones de críticos van a sacar cosas valiosas de ese estudio.
«Aquel homosexual lo único que toleraba en cuanto al sexo femenino eran las niñas de sus ojos», escribe tu padre en «Visiones del carajete», en Suenan timbres. Cre-emos que uno de sus aportes importantes, como nos lo recuerda Isaías Peña, fue la incorporación del humor y la ironía en la poesía colombiana. ¿Qué opinas tú y qué argumentaba tu padre al respecto? ¿Era un hombre de buen humor en su cotidianidad?
Sí, el humor es el gran aporte de mi padre a la poesía colombiana del siglo xx. El humor, no lo cómico. Sobre esto escribió una crónica genial. Él decía: «Quien no sabe reír no puede ser serio». Por eso fue tan trágico que el exilio en Chile le matara el buen humor en el hogar, que había sido la delicia de mi infancia. Y por eso, el reencuentro con mi padre después del golpe de Pinochet fue para mí como volver a la vida. Él había recuperado una parte de su talante humorístico. Es verdad que algunas de nuestras diferencias estaban mejor definidas, pero ahora podíamos tratarlas como amigos y compañeros. En los últimos años de su vida, por ejemplo, se volvió más duro y más intolerante con los homosexuales, actitud que yo nunca compartí. Lo digo aquí porque la cita de la pregunta se refiere al tema y no quiero que pase desapercibido.
¿Has traducido al sueco la obra de Luis Vidales? ¿Es conocida en Suecia? ¿Y en general la poesía colombiana?
El gran poeta sueco Lasse Söderberg tradujo el poema «La música» con ocasión de la visita a Estocolmo de Darío Jaramillo Agudelo. Ha prometido enviarme la traducción. Otros aficionados han traducido el soneto «A la libertad», que está en varios idiomas. Pero nunca se ha hecho una traducción sistemática de Suenan timbres. Entre los poetas y literatos colombianos más conocidos en Suecia están León de Greiff, Álvaro Mutis y, en los años recientes, Juan Manuel Roca. Lo más importante, creo, es que ahora hay traductores de calidad y, más importante aún, que un número creciente de suecos habla y lee literatura en castellano.
Se sabe poco del Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, realizado en Calarcá anualmente. ¿Tienen en Estocolmo algún evento especial en el que se conmemore a Luis Vidales o algún otro escritor colombiano?
A mí no me invitan a los encuentros de Calarcá. Cometí el error de reclamar airadamente por el hecho de que hay personas que hacen alarde de poseer en sus «archivos personales» objetos robados de la casa de mi padre durante los últimos meses de su vida. Supongo que tienen el temor de que vaya a Calarcá a decir cuatro verdades al respecto, con nombres y apellidos. Yo no haría eso. Y lamento que no me inviten, porque asisten intelectuales importantes a quienes admiro y leo asiduamente. En Europa se han realizado varios homenajes a mi papá, en Francia, Alemania, Polonia, Suecia, Italia… hace poco hubo un acto muy emotivo en Sevilla. En Estocolmo hemos hecho lo mismo: actos, seminarios y talleres sobre José Asunción Silva, León de Greiff y algunos narradores jóvenes colombianos. Juan Manuel Roca ha estado de visita y le hemos organizado conferencias y recitales en varias ciudades suecas…
Continuando con tu periplo, ¿terminaste finalmente medicina? ¿Por qué en Córdoba, Argentina?, tan cerca de Alta Gracia, el lugar donde vivió su infancia el Che Guevara.
Escogí Córdoba porque era fácil el ingreso y para alejarme de la casa paterna. Perón había sido derrocado en 1955 y reinaba la dictadura militar de la Revolución Libertadora. No terminé medicina porque, en el fondo, había empezado esos estudios para complacer a mi padre. La medicina me sedujo, es cierto. Fui ayudante de cátedra en histología, mi materia preferida. Pero más me sedujeron la teoría biológica, la lucha política, la pedagogía y la investigación en historia. Me dediqué a esas tres últimas cosas, conocí casi todas las cárceles de la región –por dentro, claro– y jamás me he arrepentido de haberme jugado la vida por la causa social. En Córdoba viví en pensiones estudiantiles y en alguna de ellas la dueña recordaba al Che Guevara. Fue el período más intenso, más bravo y más aleccionador de mi vida.
Unos años después, Salvador Allende te nombra jefe del Servicio de Documentación y Archivo en el Palacio de La Moneda, cargo que desempeñaste hasta enero de 1973. ¿Cómo te marcó el conocer a Salvador Allende?
Yo conocía a Allende desde 1953 y nuestras relaciones fueron siempre de gran amabilidad. Allende era un hombre ejemplar, un político de honradez a toda prueba, franco y sincero y con una inmensa pasión por el futuro de su pueblo. Respetaba de verdad a todos los partidos de la Unidad Popular y jamás intrigó contra ninguno con maniobras egoístas o sectarias. Conocerlo y trabajar con él me marcó para siempre: he tratado a muchos políticos latinoamericanos importantes, pero solamente unos pocos, poquísimos, me inspiran confianza completa como Salvador Allende.
«Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica», dijo Allende…
Sí, por eso, a los 63 años, era más joven que la mayoría de sus contemporáneos.
¿Estabas aquel 11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile?
Estuve en el Palacio de La Moneda hasta las ocho de la mañana. Salí de allí, antes del cerco de los golpistas, para quemar cinco archivos que tenía en oficinas distribuidas cerca del Palacio, pues contenían miles y miles de direcciones y nombres que no debían caer en manos de los asesinos. Luego, junto con otros compañeros, tuvimos que abrirnos camino a tiros para salir del centro de la ciudad.
La palabra «comunismo», tan debatida y tergiversada, ¿qué importancia adquiere actualmente para Latinoamérica y el mundo?
Ahora se habla tanto del «socialismo del siglo XXI»…, pero nadie lo ha definido y todos parecen estar de acuerdo en que vamos, como dice el tango, arrastrando por este mundo «la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser». Pero las palabras no importan. Lo que interesa son los contenidos. Quien se avergüenza de luchar por una sociedad sin clases, sin explotadores ni explotados, una sociedad nueva, de bien común y de trabajo creador común, es simplemente un canalla o un inconsciente. Pónganle a esa sociedad el nombre de «plátano» o de «dulce de leche», si la palabreja «comunismo» los ruboriza, pero no abandonen el contenido de la lucha. Y reconozcan que bajo el nombre de «comunismo» muchos criminales han cometido actos horrendos, así como bajo el nombre de «libertad» otros criminales vienen cortando cabezas humanas desde la Revolución Francesa hasta hoy. Los nombres no importan. Importan los contenidos.
¿Por qué tu padre, ya de edad avanzada, en 1979, fue encerrado y amarrado durante veinticuatro horas? Acontecimiento que se plasma en el poema «Allanamiento»: «Entraron a mi casa militares / y el alba se vistió de verdeoliva».
Porque yo era miembro de la dirección nacional del M-19 y esta organización acababa de robarse 7.000 fusiles del Cantón Norte. Alguno de los militantes detenidos y torturados en las razias del ejército confesó que en la organización había un «Vidales, alias Luis», y el señor general Vega Uribe, asesorado por los caballos de los establos militares, decidió: «Detengan a Luis Vidales».
¿Cuáles fueron tus siguientes pasos en la década de los setenta? ¿Retornaste a Colombia?
Después del golpe militar en Chile fui repatriado a Colombia –o expulsado, según se mire– y perdí todo lo que tenía. Los organizadores de la revista Alternativa me invitaron a participar en ese proyecto y fui nombrado jefe de redacción. Al mismo tiempo, Jaime Bateman hizo contacto conmigo y, con su enorme simpatía, amplitud y generosidad, me sedujo y quedé reclutado como militante del M-19, que estaba preparando por entonces el operativo de la espada de Bolívar. Trabajé con dos identidades y a veces con tres: dentro del M-19, como miembro de la dirección nacional y encargado de tareas de educación y propaganda; en la vida «legal», como periodista, historiador y conferencista, y además como miembro de la dirección de Anapo Socialista. Ya tenía la costumbre de no dormir, desde los días agitados de la Unidad Popular de Chile, así que me dediqué a todas esas cosas con buen humor y dedicación. Me fui del M-19 en diciembre de 1979 porque jamás pude aceptar los secuestros, nunca apoyé el asesinato de José Raquel Mercado y siempre estuve en desacuerdo con la aventura del Cantón Norte. En suma, se acumularon las contradicciones y salí del país para no regresar nunca. He mantenido silencio sobre el funcionamiento interno del M-19 por respeto a tantos compañeros que entregaron abnegadamente sus esfuerzos, y hasta su vida, en la honrada creencia de que lo hacían por la construcción de una sociedad justa. No obstante, me resultó imposible compartir lo que me parecían errores de gran calibre.
¿Alcanzaste a tratar a Carlos Pizarro por esas épocas? ¿Cuál es tu opinión sobre dicha figura y su proceso de desmovilización?
Traté muy de cerca a Carlos Pizarro. Un hombre límpido, claro, puro en sus convicciones revolucionarias. Estuvimos juntos en la escuela del Caguán, que yo dirigí durante tres meses, en las selvas del Caquetá. Tuve con él alguna discrepancia: es común entre revolucionarios que surjan diferencias, entre quienes ponemos en primer lugar el humanismo y quienes ponen en primer lugar las reglas, la disciplina. Pero siempre lo he admirado. De todos los guerrilleros que he conocido en mi vida, y he conocido muchos, él es quien con mayor seriedad y profundidad estudió la teoría de la guerra, su historia y sus leyes. Valoré sus esfuerzos por la paz y la desmovilización, que yo había propuesto seis años antes que él, y él había rechazado entonces. Fue ese un esfuerzo heroico por corregir rumbos. Después de Jaime Bateman, Pizarrro es el jefe más admirable del M-19. Eso, sin negar los méritos y cualidades humanas de otros.
Ya no estabas, pero me imagino que también te hubieses opuesto a la toma del Palacio de Justicia. ¿Cómo analizas dicha acción?
Me opuse enérgicamente a la toma del Palacio de Justicia, cuando me enteré de esa aventura irresponsable. Estaba yo en Estocolmo y ya hacía seis años que no pertenecía al M-19. Escribí un artículo muy duro contra esa acción. Artículo publicado en el periódico Macondo, de Lund, al sur de Suecia. Sobre el señor Betancur no vale opinar porque, está claro, es un axioma, el enemigo tiene que ser malo o perverso. Él cumplió con esa regla. Pedir lo contrario sería la negación de las propias convicciones. Los grandes culpables de ese holocausto fueron: la regional de Bogotá del M-19, que inició la tragedia; el ejército, que hizo lo que sabe hacer, masacrar y masacrar; y el señor presidente, defensor del sistema sobre una montaña de cadáveres.
Parecerá obvia nuestra pregunta, pero, ¿cómo analizas el proceder de las Farc actualmente? ¿Qué camino toma Colombia con la lucha armada que ya lleva décadas, más de 90.000 desaparecidos y cientos de exiliados?
Brevemente: los secuestros son, en mi opinión, incompatibles con la conducta revolucionaria porque son un crimen contra la humanidad. Las masacres de indígenas, lo mismo. Los reclutamientos forzosos de niños, lo mismo. Mantener «prisioneros de guerra» durante años y décadas, lo mismo. Sembrar los campos de minas antipersonales es un crimen contra la humanidad. Extorsionar a la población civil es un crimen contra las normas de la guerra revolucionaria. Quien hace esas cosas no está actuando como un revolucionario, está actuando como un bandido, un señor de la guerra. Vengo diciendo esto desde hace más de veinte años y la respuesta ha sido una montaña de calumnias, injurias y hasta terrorismo telefónico: durante diez años me han llamado a mi casa, en mitad de la noche, para decirme que me van a «ejecutar». ¿Es esta la conducta de quienes luchan por la construcción de una «sociedad justa»? Quiero creer que en las Farc existen todavía elementos capaces de recuperar el rumbo revolucionario, pero eso lo dirá la vida, la práctica social. En cuanto al «principio general» de la lucha armada, estoy de acuerdo con la Biblia y con Barack Obama: hay tiempo para la paz y hay tiempo para la guerra, y la historia muestra que las guerras son inevitables. Son parte de nuestra existencia social.
«Siempre habrá traficantes; siempre habrá toxicómanos por vicio de forma, por pasión», dice Antonin Artaud en El ombligo de los limbos… Como historiador, ¿cómo analizas la aparición del narcotráfico en el conflicto armado colombiano?
Ese es un tema de feroz complejidad. Nuestros idolatrados próceres de la Independencia financiaron sus guerras con contrabando, piratería y trata de esclavos. Como historiador, me parece horrible que mis colegas oculten esos hechos. El general Soublette, ya viejo, recordaba que después de la Batalla de Boyacá preguntó por un oficial y le dijeron que estaba bajo consejo de guerra por robar caballos, y comentaba entre risas: «Y a nosotros, ¿quién nos juzga?». El narcotráfico ha impregnado todos los poros del cuerpo social en Colombia. Y ha habido sectores de la guerrilla que han terminado juntando más dinero para su caja del que pueden gastar en la guerra. Esa ecuación conduce al bandolerismo. Y al lado de quienes le piden al pueblo una contribución para la lucha, hay quienes consideran que es justo extorsionar a la población civil. Maquiavelo sugirió alguna vez que las guerras de los rebeldes contra la tiranía pueden costar muy caro, porque pueden costar los principios y los rebeldes se van volviendo, a su vez, tiranos.
¿Cómo fue tu relación con el ex candidato presidencial Carlos Gaviria, una figura de la izquierda colombiana?
Carlos Gaviria tiene lo que a la mayoría de los políticos colombianos les falta: una honradez a toda prueba. Lo conocí en 2004, cuando un grupo de colombianos lo invitamos a Suecia para escuchar sus planteamientos y propuestas. Éramos «del otro grupo», del Polo Democrático Independiente, pero queríamos oír al hombre de la izquierda, del «otro grupo». Lo escuchamos y decidimos impulsar la unidad de los dos «polos» y apoyarlo a él como candidato único del pueblo. Movilizamos la declaración de más de seiscientos intelectuales, creamos grupos de apoyo en Europa, mucha gente aportó su entusiasmo y su esfuerzo. Se constituyó el Polo (PDA) y Gaviria fue nuestro candidato. Y desde el primer día de nuestro encuentro, él y yo somos amigos leales y compartimos opiniones sobre historia, filosofía, poesía, política y ética. Es un hombre admirable.
Desde 1980 vives en Suecia, ¿por qué este país? ¿No tuviste dificultad con esa lengua?
Salí de Colombia con papeles falsos y en aquel momento Suecia era el único país que aceptaba mi argumento. Tuve la necesidad de usar una identidad ficticia para salvar mi vida. El idioma fue un poco complicado, porque no tenía ningún contacto previo con lenguas nórdicas y germánicas. Pero el hecho de entender el francés, el italiano y el portugués, y de tener una formación cultural, me ayudó a superar los obstáculos. Llegué a escribir crónicas en sueco para el segundo diario más importante de este país.
Por curiosidad, ¿qué opinas de Tomas Tranströmer y qué otros autores consideras que merecían el Nobel?
Tranströmer es un excelente poeta, con una capacidad de síntesis y una agudeza psicológica fenomenales. Yo no creo en los premios, pero sí en calidades literarias. La narrativa del japonés Murakami me parece maravillosa, así como la prosa de Arundhati Roy.
¿Qué aspectos de la poesía sueca te llaman la atención?
La capacidad de decir cosas muy hondas con pocas palabras. Creo que esa es la máxima cualidad de la poesía nórdica.
¿Cómo se vive el ambiente literario en Suecia?
El sueco promedio lee muchísimo, la gente siempre va en los buses y trenes leyendo un libro. Hay infinidad de cursos y cursillos para aprender a escribir novelas, a analizar textos, etc. No existe prácticamente la bohemia que conocemos en los países latinos, pero con frecuencia hay pequeños recitales y encuentros con escritores. También hay más democracia: prácticamente cualquiera puede publicar su pequeño libro de cuentos o de poemas, con ayuda de círculos, asociaciones y clubes.
Entrada ya la segunda década del siglo XXI, ¿de qué manera podría expresarse el momento actual del hombre y cuál sería el valor de las obras literarias que se crean en este momento?
Estamos viviendo una época oscura de la humanidad, una época de globalización individualista, de apetitos insaciables y del «todo vale» para una monstruosa concentración del poder en manos de una minoría codiciosa y deshumanizada. Pero una época no es más que eso: una época. Ya vendrá el péndulo en sentido opuesto, por reacción y por acumulación de contradicciones. Decimos que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Veremos si el cuerpo de la humanidad resiste este cáncer y logra vencerlo, o si está condenado a perecer. La literatura de esta época, aunque no se lo proponga, no puede evitar reflejar esta angustia de sentirse «al borde del abismo». Hay que tener presente que hoy la literatura no existe por sí sola: existe junto con el cine, la televisión, internet, las redes sociales, el mestizaje global de los grandes idiomas, etc. Ella es al mismo tiempo señora y sierva de todos los otros modos de comunicación. Esa es la gran revolución de nuestra época, que prepara y precede a la revolución social global.
William Wordsworth en su oda «Intimations of Inmortality from Recollections of Early Childhood» nos habla de los bellos recuerdos de la infancia que se van diluyendo, al entrar a la vida adulta, por otros más amargos. Carlos Vidales, el adulto, ¿cómo ve a Carlos, el niño de aquella época?
Yo fui un niño feliz hasta los ocho años y muy infeliz entre los ocho y los quince. Mantengo vivas, por eso, muchas de mis ilusiones, dudas y vacilaciones no resueltas de la adolescencia. A veces preferiría hablar de otro asunto: ¿cómo veía el niño Carlos Vidales su futuro como adulto? Me gustaba pensar que en el año 2000 tendría 61 años, que estaría vivo y que pensaría esto o aquello, y actuaría de esta o de esta otra manera. Hoy, a los 73 años, me complace constatar que no me equivoqué en las cosas esenciales. Nunca me vi como empresario, hombre de negocios, empleador, capitalista, terrateniente, burgués. Creo que ese niño que fui tenía algunas ideas fundamentales bastante claras.
Recibimos esta entrevista por gentileza de Víctor Rojas