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Nº 1753

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postkalesch
El 18 de mayo de 1876 fueron decapitados, ante un enjambre enardecido de mirones,  los salteadores de caminos Konrad Petterson, más conocido como Tektor, y Gustavo Adolfo Eriksson, alias  Hjert. El degollamiento de estos dos bandidos pasó a la historia de la criminología sueca por la forma escabrosa como sucedió pero también porque fue la última vez que la ejecución de condenados a muerte dejó de ser un espectáculo público, con visos de bazar pueblerino. El escritor colombiano Víctor Rojas nos cuenta, en las ediciones de Liberación del mes de mayo, sobre la vida, obra y muerte de estos dos personajes.

El asalto a la diligencia nocturna

inco años sin poder ejercer el latrocinio, son demasiado tiempo. Los dedos pierden la habilidad requerida y el manejo de la palanqueta se hace dificultoso. A esas conclusiones llegaron Hjert y Tektor cuando celebraban en uno de los ruidosos cabarés de Estocolmo el haber recuperado la libertad. Los últimos días de julio de 1874 transcurrían cálidos aunque había tardes en que llovía y hacía sol al mismo tiempo. En las horas de reposo ninguno de los dos pensó en el trabajo honesto y remunerado. A pesar de que el crecimiento de la ciudad clamaba por albañiles y dinamiteros de rocas, siempre que cruzaban por el pie de una nueva construcción necesitada de mano de obra, volteaban la mirada para otro lado. Con pequeños robos, los cuales funcionaban como calistenia de los dedos, sobrevivieron gran parte del verano. En vista de que la inopia los fue acorralando, decidieron, como las aves en otoño, emigrar hacia el sur. En un par de acciones rápidas se hicieron a las escopetas indispensables para el asalto a la diligencia nocturna de Eskilstuna. El plan criminal los obligó a ocupar una casona abandonada en el bosque, en las cercanías del villorrio de Dunker, no muy lejos del camino de gravilla por donde se desplazaría la silla de posta nocturna entre Malmköping y Eskilstuna. Allí se dieron a la tarea de aceitar las escopetas, afinar la puntería y dejar listas algunas cargas de perdigones. En verdad, ninguno de los dos quería matar. Les temblaba el pulso. Les hubiera gustado mejor entrar en las horas de la noche a una bóveda de banco y alzarse con la caja fuerte, sin tener que arrebatarle ninguna alma a la vida, pero el asalto a la diligencia era más prometedor y se podía realizar con mayor celeridad. Contaban con que por esos días postreros de agosto, la silla de posta nocturna tenía que cargar grandes sumas de dinero para el pago de los peones de las haciendas de Eskilstuna.
Dentro de la casucha Hjert estuvo hurgándose la boca con un palillo que él mismo alisó valiéndose del cuchillo de Tektor. Una llovizna perezosa golpeaba contra la desvencijada techumbre y se deslizaba por los podridos maderos laterales en forma de diminutos riachuelos. Escupió. Miró a su compañero de frente y al tiempo que lo apuntaba con el arma blanca espetó:
«Tú lo matas».
El ruido del agua no permitió que Tektor escuchara con claridad la orden. Tampoco se preocupó por entender las palabras de su compinche. Levantó una garrafa de vino recién fermentada, la cual habían hurtado de una cava, y a pico de botella llenó la boca. Se irguió y con la punta de una vara le abrió una herida al húmedo piso, haciendo una raya que figuraba el camino de la diligencia.
«Acá, por el paso de Nafsta, cerraremos el postigo para obligar a la diligencia a que se detenga».
La noche del 28 de agosto de 1874 la naturaleza del lugar destinado para cometer el asalto, era digna de inmortalizar al óleo. El camino de herradura se extendía como una enorme culebra, iluminada en la espalda por una luna pletórica y bien definida. Sobre la copa de los árboles moría silencioso un remedo de llovizna. A pesar de ser casi medianoche, la visibilidad era la de un amanecer tropical. Tektor y Hjert esperan emparamados pero pacientes al lado y lado del camino. En nada pensaban. Ni el uno ni el otro. Tenían fija la mirada al frente, sobre el luminoso sendero. La luna resplandece con más vigor cuando escuchan a lo lejos el trote de los caballos halando la carroza. Se aproximan. El grito del arriero, al tiempo que hala con fuerza las riendas de los caballos, espanta el silencio. El joven ayudante que va sentado a su lado, sin pararse da un salto y cae al camino. El agua que lleva en sus ropas huye sacudida. Maldice porque alguien adrede ha cerrado el broche. Abre de un jalón, sin dejar de refunfuñar. La cerca casi cae encima de Tektor. El arriero suelta las riendas y azuza los caballos. Nítidamente se ve cómo en plena marcha el ayudante se trepa de nuevo a la diligencia.
«¿Qué te pasó?» preguntaron los sal-teadores al unísono.
«Tenías que matar al ayudante» replicó Hjert con sílabas pendencieras.
«¿Yo? Yo esperaba que tú lo hicieras».
Echándose culpas mutuas, el par de salteadores se puso en camino a la casona abandonada. Hicieron fuego para secar la ropa. Con la garrafa de vino ahuyentaron el frío. Por la mañana probaron puntería en una liebre despistada. Luego, y para no cometer el mismo error, repasaron dos veces los diferentes momentos del asalto. Al detenerse la silla de posta y bajar el ayudante para abrir el broche, Tektor lo mataría con una salva de perdigones, mientras Hjert se encargaría de hacer lo mismo con el arriero. Sin pérdida de tiempo recargarían sus escopetas y saltarían dentro del vagón para asaltar a los pasajeros. Cargarían las alforjas del dinero y los objetos de valor de los viajeros y los esconderían en la profundidad del tupido bosque, a la espera del momento adecuado para ir a recogerlos. El siguiente paso sería la realización del sueño. Se desplazarían con el botín al puerto de Gotemburgo, comprarían pasajes para el barco transatlántico y empezarían una nueva vida en América, bien lejos de la policía sueca y los fastidiosos certificados de buena conducta de los curas.
Por la tarde se fueron aproximando al lugar del broche. Era domingo pero ellos no lo sabían. No cesaba de lloviznar. Sintieron miedo de que la pólvora de las escopetas se les fuera a mojar. Ya en el lugar escogido, se atrincheraron al lado y lado del camino. La luna, sin escatimar brillo, les ayudaba con la visión. A lo lejos se escuchó el ruido de las herraduras contra la grava del camino. Tektor se pasó la mano por el rostro para quitarse las gotas de lluvia y poder apuntar mejor. Puso el dedo en el gatillo. El grito deteniendo la diligencia lo puso en alerta. El ayudante del arriero se descolgó de un salto y echando maldiciones se dispuso a correr el portillo. Tektor le apuntó desde su escondite. Pero antes de apretar el gatillo otro grito del arriero le congeló la sangre. Un nuevo carruaje, con el cual no contaba, frenó a dos pasos de la diligencia. Tektor apenas si tuvo tiempo de asolaparse de nuevo en su rincón. La diligencia retomó la marcha dejando el broche abierto. Con el ojo de su escopeta señalando el suelo, Hjert se levantó blasfemando de su escondrijo como si quisiera agotar todas las maldiciones del mundo.
La última noche de agosto ya la luna no estaba interesada en prestar sus servicios de iluminación a los desafortunados malhechores quienes retornan a sus trincheras más por terquedad que por llevar a cabo su mortal plan. Sin embargo, la llovizna se empecinaba en ser testigo de los hechos. Y el frío obligaba a Hjert a calentar las manos con el vaho de la boca. La última oportunidad ya estaba decidida. A Tektor para nada le gustaba la idea de ser él quien empezara a disparar. No pensaba en que habría muertos, en que en la práctica de su oficio descendería del latrocinio al homicidio. Con el paso de los minutos se hacía más densa la noche. En la oscuridad es el oído el que manda. El ruido nítido del caballo bufando le advierte que la carroza se ha detenido a siete pasos de su escondite. Es el propio arriero quien baja a levantar el broche de un jalón. Tektor ve la sombra del cochero y dispara. ¡No da en el blanco! La sombra asustada corre a su puesto pero los perdigones del fusil de Hjert le perforan la espalda. Cae de bruces a un lado del camino. Del vagón sale otra sombra, robusta. Tektor procura no errar. Da en la silueta. Hjert ha alcanzado a cargar su escopeta y de nuevo dispara. La yunta de caballos recula asustada y la carroza sale del camino y se entierra en la cuneta. En un dos por tres y al mismo tiempo los salteadores irrumpen disparando en ella para aplacar a los pasajeros. ¡Pero sólo encuentran la otra sombra gimiendo de dolor!
«No me dejen morir», balbucea.
El ruido de una silla de posta que se acerca no le da tiempo al desconcierto. Hjert y Tektor apenas si alcanzan a comprenden que se han equivocado. Despavoridos saltan del vagón y se pierden en dos direcciones por la espesura del bosque. La nueva diligencia llega al lugar de los sucesos. El ayudante se desmonta, farol en mano, lleno de curiosidad. Ve en el suelo el cadáver del arriero y se llena de pánico. Iba a pegar un grito pero en esas escucha una frágil voz dentro del vagón:
«Salteado…»
Entonces, el pánico se le transforma en susto. Cree que la voz le está avisando de un peligro. Suelta el farol y de un salto se trepa a la diligencia que parte veloz, separando los pozos de agua del camino.
Tres semanas más tarde, Hjert y Tektor se hallan en Oscarhamn, un puerto habitado por pescadores del Mar Báltico. El otoño enviaba a ese lugar las primeras brisas frías. Allí se enteran de oídas que un vagabundo ha sido arrestado por el comisario de Eskilstuna, acusado de haber dado muerte violenta al reconocido y muy apreciado ingeniero Herman Upmark y su cochero. Según los rumores, el profesional había perdido el último tren y para llegar a su casa había tomado prestada de un amigo cercano una silla de posta. En el paso de Nafsta el sospechoso había cerrado el broche de la cerca para obligar a la carroza a detenerse. Una vez atajado el carruaje, el salteador descargó su escopeta de perdigones contra la humanidad del ingeniero y su ayudante.
Tektor y Hjert sintieron alivio al saber que nadie los perseguía por ese crimen. Pero con lo que el par de salteadores no contaba era que esa misma tarde que se enteraron de la detención del vagabundo, el comisario de Eskilstuna encontraba en el bosque las dos escopetas que habían sido utilizadas en el asesinato. Y lo que es peor aún, un grupo de sabuesos había descubierto la casona abandonada donde ultimaron los detalles del asalto.
Sea como fuere, el dúo de asesinos siguió empecinado en reunir dinero para viajar a América. Sentían especial gozo despojando a los curas de las colectas y a los joyeros de sus áureas cadenitas. Como dos gatos nocturnos, la noche del 19 de septiembre se metieron a la bodega de un banco pero después de una intensa brega, la mala suerte les ayudó a escoger la caja fuerte que no contenía dinero en efectivo sino inservibles minutas de compraventas de terrenos. Luego del sudoroso fracaso pasaron a la isla de Gotland, donde Tektor se sentía como pez en el agua, y allí reunieron lo suficiente para cargar un barco y timonearlo hacia Estocolmo. Pero antes de ganar puerto tuvieron que hundir la nave con todas las cosas robadas. Se azoraron al ver algunos cadetes de la marina regocijándose por el archipiélago. Tantos robos habían cometido a su paso por los poblados que sus fotos habladas pendían en las paredes de todas las jefaturas de policía de Suecia. Y por eso no le fue nada difícil a la policía de Estocolmo descubrirlos el 5 de septiembre de 1874 sentados en la estación central, a la espera del tren con rumbo a Gotemburgo. En los intensos interrogatorios y con el acervo de pruebas y la estela de indicios, fueron hallados culpables de un montón de robos, de falsificaciones y del asesinato a sangre fría del ingeniero Herman Upmark y su cochero. De acuerdo a los postulados jurídicos de la época, acerca de la territorialidad del delito, fueron llevados a varias cabeceras municipales para ser indagados.
No se conoce en la historia criminal ninguna otra gira tan pródiga en juicios penales como la que se llevó a cabo con nuestros personajes. Esos juicios, de gran despliegue en los diarios locales y nacionales, culminaron el 17 de marzo de 1876 con un anunciado veredicto de la Corte Suprema de Justicia: pena de muerte. A Hjert lo penaron a perder la cabeza en el patíbulo de Lidamon. A Tektor en el de Stenkumla, a diez kilómetros de Visby, capital de Gotland, lugar donde era tristemente célebre.

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